Las recientes palabras de Natalia Piergentili han “sacado roncha”. En alusión a una supuesta autocomplacencia del Ejecutivo, la timonel del PPD lanzó sus dardos contra las agendas identitarias. Según ella, el gobierno insiste en “seguir hablando a los monos peludos, al 30%, a les compañeres”, es contumaz en enfocarse en la “agenda de identidad sexogenérica y (en) todas esas leseras”. Frente a la reacción pública suscitada por sus dichos, Piergentili debió excusarse. Dijo que su “analogía” fue desafortunada y aclaró que buscaba mostrar su preocupación por cómo las agendas identitarias opacan la agenda socioeconómica.
Este episodio muestra que, sobre todo tras el fracaso de la Convención Constitucional, el coro de críticas a las agendas identitarias se ha amplificado, congregando a distintas voces. Al hilo de esa crítica (a veces convertida en diatriba) se hermanan y confunden posiciones disímiles. Desde las voces ultraconservadoras que ven en esas agendas una amenaza al orden natural de las cosas; pasando por las que recelan de sus efectos sobre el proyecto universalista, hasta aquellas, como podría ser el caso de Piergentelli, que las conciben como desviaciones de lo que realmente importa: la desigualdad económica. Como sea, el creciente protagonismo de tales agendas en la política local al parecer no ha dejado a nadie indiferente.
Evidentemente, las agendas identitarias no son sacrosantas. Como cualquier otra propuesta o interés, están sujetas a debate sobre su valor, estrategias y efectos. La pública controversia entre dos figuras del feminismo, Nancy Fraser y Judith Butler, en torno a la compatibilidad entre políticas de la identidad y políticas de clase, prueba que, incluso entre sus defensores/as, hay espacio para la discrepancia. Pero, para que el debate sea honesto y útil conviene evitar los reduccionismos o caricaturas. Uno de ellos es la creencia de que la desigualdad económica es la única o más importante fuente de injusticia social. O la idea de que las demandas de reconocimiento de ciertos grupos (mujeres, indígenas, diversidades sexuales, entre otros) son quejas injustificadas o búsquedas de privilegios.
Aunque no sea siempre obvio, el déficit crónico de reconocimiento es una gran fuente de injusticia. Merma drástica y sistemáticamente la posibilidad de que ciertos grupos participen a la par en la vida social, sean considerados interlocutores válidos en el debate democrático y tratados con el respeto que su dignidad exige. La falta de reconocimiento es un estigma con consecuencias difíciles de evadir por quien lo sufre, pese a sus esfuerzos. El excedente de hostilidad sufrido por Elisa Loncon que sobrepasa con mucho la mera crítica a su gestión como expresidenta de la Convención Constitucional y el legítimo escrutinio público de su trabajo académico es un ejemplo elocuente. Como la geometría de la desigualdad es variable, la justicia social, para ser universal, no puede prescindir de la transformación cultural.
Dra. Yanira Zúñiga.
Profesora Titular del Instituto de Derecho Público.
Columna de opinión publicada en el Diario La Tercera