Este año 2020 ha sido particularmente duro para la sociedad mundial, donde prácticamente todos los sectores se han visto afectados, en mayor o menor medida, por el impacto de COVID-19. El sector forestal y toda su cadena productiva no han estado ajenos, incluyendo su entorno social, ambiental y político. Se ha experimentado restricción al libre desplazamiento para el desempeño laboral, disminución de las exportaciones, merma en las inversiones, entre otros efectos. Lo anterior, ha traído consecuencias obvias para el entorno social, disminuyendo la demanda de trabajo o ajustando sus labores con efecto en los ingresos y, en algunos casos, lamentablemente, la quiebra de empresas con sus consecuencias sociales.
*Leer columna en Diario Austral.
En los aspectos ambientales, y derivado de la menor intensidad de uso del recurso (bosque y suelo), se podría esperar menor degradación en los suelos, cursos de agua o paisajes ante la merma en el uso y extracción desde los bosques. En este aspecto, en contraposición a la visión antropocéntrica, el efecto del COVID-19 ha sido positivo sobre los servicios ecológicos que los bosques (plantados y nativos) generan y que aportan al bienestar de la sociedad. Tales ecosistemas forestales ven disminuida su intensidad de alteración y, por ello, siguen generando y resguardando sus bienes públicos ante la ausencia de disturbios.
Sin embargo, desde el punto de vista político, cuesta identificar cuál será la dirección de la respuesta derivada del COVID-19 que este sector pudiese generar. El sector forestal se presenta como un sector desarrollado (incluso consolidado), al menos a nivel empresarial, donde ciertas macro-cifras lo avalan. Es por ello que, ante la existencia de un mega-efecto del COVID-19, el sector pone a prueba la resistencia de su estructura (soportar presiones sin ser alterada), tanto en el corto plazo (2020-2021) como en el largo plazo (se proyecta una década al menos). Lo anterior constituye una mirada tradicionalmente incompleta de un sector esencial para el crecimiento y desarrollo del país, donde no solo la resistencia sino que su capacidad de resiliencia deberían ser analizadas.
La resiliencia incorpora en su definición la capacidad para adaptarse a nuevos escenarios o a un entorno cambiante (algo altamente necesario a futuro). Dicha capacidad de adaptación debería ser evaluada y fomentada por una visión política sectorial moderna. Chile ya cuenta con una política sectorial forestal. Sin embargo, muchas voces de expertos y ciudadanos han fundamentado la necesidad de desarrollar un nuevo modelo forestal. La pregunta es, entonces, completamente pertinente: ¿El sector forestal chileno saldrá desde este escenario más resiliente o tercamente resistente?