Alcanzo apenas a estar unas horas en el mirador privilegiado de una casa de cuento, donde vive Estela, una querida amiga de Valdivia, pero eso basta para sentir en el alma el hechizo de su río inmemorial.
Al pasearme, horas después, por los recovecos de una hermosa Universidad Austral inmersa en un bosque, creo sentir cerca de mí los pasos fantasmales del gran Jorge Millas, el filósofo lúcido y valiente, que seguramente caviló entre estos mismos árboles fragantes. Él estuvo aquí en la década de 1980, antes de renunciar a su cátedra, indomable resistente a los fanatismos de cualquier signo. Su filosofía nos invita a hacernos cargo de nuestra propia existencia, a ser parte de los «despiertos» y no de los «dormidos», como ya lo había hecho Heráclito, el griego del otro río. Era otro Chile, no sé si mejor o peor que este, tal vez más ingenuo, más pobre y más precario que el de ahora, pero todavía el pensar calculante no se había apoderado de todo a la velocidad con que lo está haciendo ahora. ¡Qué difícil es encontrar la gratuidad y la libertad interior hoy, en cualquiera de sus formas! Hasta las universidades, las que deben ser guardianas del pensar libre, están hoy de rodillas ante la planilla Excel y la vacía religión de la gestión. Las que fueron la columna vertebral del país -las universidades públicas y las tradicionales, de provincia- sobreviven como un milagro. Dejaron de ser universidades vigiladas -como lo denunciara Millas en los años 80-, para ser hoy universidades diezmadas, que mendigan a un Estado al que le gusta mucho hablar de los «pobres» para justificar su imperdonable abandono de la riqueza intelectual y cultural del país y su descuido de estas instituciones que fueron los faros del sur y del norte del Chile paralelo.
Al entrar a Valdivia, veo que ya no hay cisnes en el río. Mala señal. Y mucho pino o eucalipto, en vez de coigües, ulmos y peumos, los mismos que amó y defendió Luis Oyarzún, otro libre que se vino a Valdivia en la década de 1970. Recito a Nietzsche frente a estos parajes: «El desierto avanza. ¡Ay del que en su alma alberga desiertos!». Eso dijo el alemán profundo, como muchos de sus descendientes que marcaron esta ciudad con un sello tan distinto al del «Chile retail» en que nos estamos convirtiendo.
Algunos dirán que esta, la mía, es la queja de una élite nostálgica de un Chile premoderno. Pero los más sensibles defensores de la Belleza, los adalides del pensar y la poesía han sido gente de clase media, de donde viene gran parte de nuestros científicos, poetas y artistas. Son los que hoy resisten esta nueva alianza entre la aspiracionalidad desatada de los «consumidores» (ya no ciudadanos) y el «colmillo» y la usura voraz de los «emprendedores» (ya no empresarios).
En el café Palace, veo en la televisión a encendidos agoreros colombianos y videntes brasileños anunciar terremotos que superan la escala de Richter. Pregunto por Germán Arestizábal, el amigo del poeta Teillier y me dicen que vive a pocas cuadras de la plaza. Me alegra tener noticias de este ilustrador, que ha sostenido su onírico y delicado mundo propio en este confín. ¿Y si se abriera la puerta de este café y entrara Millas empapado por una lluvia tenaz, y nos mirara a todos de soslayo, con infinito asombro, tal vez con piedad?
El que sí aparece es Vicente Serrano, destacado ensayista y profesor de filosofía español, experto en Spinoza, que se vino a vivir a Valdivia hace poco. ¿Qué hace este gran y amable spinozista europeo en estas latitudes? ¿Es el hechizo del río el que lo trajo hasta aquí?
Me compro un sombrero en la sombrerería de la plaza, me como un crudo -como tiene que ser cada vez que uno llega aquí- y trato de recordar algunos nombres propios de árboles chilenos, que ya hemos olvidado. Y el río inmemorial parece decir: «¿Quién habla de victorias? El resistir lo es todo«.
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