En lo que va del 2020, 48 mujeres han sido asesinadas en Chile, 03 han cometido suicidio femicida y 129 han sido víctimas de femicidio frustrado[1]. Cotidianamente, niñas, adolescentes y mujeres chilenas son violentadas en su núcleo familiar, en sus grupos de amistad, en espacios educativos formales e informales, en sus ambientes de trabajo, en las calles, en las instituciones, en sus prácticas religiosas y en las redes sociales, entre otros contextos.
Lo cierto es que la agresión explícita contra la mujer obedece a una naturaleza mucho anterior: la violencia simbólica de género, problemática que está presente en todos los niveles y contextos de nuestra sociocultura. Se trata de un tipo de dominación masculina que, habiendo sido naturalizada, es invisible en esencia y cuenta con la venia de las personas sometidas; así, se presenta como una realidad dada y para la gran mayoría, incuestionable.
La peligrosidad de la violencia simbólica de género radica en su alta eficacia para perpetuar sutilmente el modelo hegemónico-masculino, estrategia que, a través de un sinnúmero de actos cotidianos, legitiman en un ciclo constante a la superioridad masculina, basada en modelos de masculinidad y femineidad tradicionalmente opuestos.
Ocurre entonces que previo a formas evidentes de violencia, como la intimidación que una niña de 12 años (promedio) sufre al ser acosada en la calle o en las redes sociales, previo al control y a la manipulación emocional que vive un/a adolescente en sus primeras relaciones sexo-afectivas, previo al acoso y abuso sexual en el contexto público y/o privado, previo a la marginación social sufrida por quienes no se apegan a la heteronormatividad, previo a la discriminación laboral por ser mujer y previo al establecimiento de relaciones interhumanas basadas en la díada sumisión/dominación, la sociedad y su dualidad normalizada nos guían a través de aprendizajes basados en roles y estereotipos de género machistas. Dichas experiencias -transversales a las distintas etapas de vida y cargadas de simbolismos- estructuran pensamientos, actitudes y comportamientos, dotando a la figura masculina de un propio sentimiento de superioridad, al tiempo que conduce a lo femenino hacia la adopción de posturas mayoritariamente precavidas y defensivas.
En tal sentido, durante los últimos años diversos movimientos feministas han levantado la voz en busca de justicia y transformaciones sociales que propendan a la equidad en todo ámbito del género, alcanzando someras respuestas por parte del legislativo y del Estado. A este respecto, podemos afirmar que nos encontramos en una etapa de transición, en la que el despertar de las mujeres -especialmente de las nuevas generaciones- se ha esparcido con la fuerza suficiente para impactar al esquema social, causando aparentes evoluciones basadas en discursos de equidad. Asistimos a lo que autoras como Nuria Varela han denominado “cultura del simulacro”, un sistema donde se emplean nuevas estrategias -esencialmente discursivas- para simular un cambio que -en esencia- mantiene la inequidad machista.
Desde esta perspectiva, la Universidad y los innúmeros procesos relacionales que ahí tienen cabida, aún acusan altos índices de violencia simbólica de género. En promedio, 6 de cada 10 estudiantes han escuchado comentarios machistas en sus clases, 4 de cada 10 mujeres ha sido insultada por algún aspecto ligado a su condición de género, a su cuerpo o a su sexualidad y 7 de cada 10 mujeres han sido víctima de este tipo de agresiones sutiles. Cifras como éstas conducen a advertir que los ataques con motivo del género afectan tanto a la comunidad universitaria como a la sociedad en su conjunto, razón por la cual la UACh -en tanto institución formadora, reflexiva, generadora de conocimiento y contribuidora al desarrollo integral del entorno nacional- debe asumir el desafío de plantear sus vínculos y estructuras funcionales desde una perspectiva crítica, cuestionadora y visibilizadora de las inequidades presentes en sus diversos estamentos, pues a partir de ahí es posible proyectar contribuciones con la fuerza necesaria para transformar el paradigma del machismo.
El diagnóstico precedente plantea una compleja tarea, toda vez que criticar y remecer el status quo implica echar abajo lo que conocemos como realidad y normalidad, y echar abajo nuestro mundo significa -al menos- un proceso incómodo y desafiante; en segundo término, la transformación implica renuncias, renuncias que resultan complejas toda vez que significan soltar el control. En este sentido, para que exista una posibilidad de redefinir el paradigma relacional basado en el género, la masculinidad (encarnada mayoritariamente en los hombres) debe ceder terreno, al tiempo que debe también abrirse a nuevos modelos de ser. Toca entonces desaprender las limitaciones impuestas por la binariedad femenino/masculina y resignificar las experiencias desde el respeto y la empatía.
La lucha contra la violencia de género implica un despertar cognitivo que necesariamente llama al compromiso masculino y al femenino. Hombres, mujeres y otres deben reconocerse como parte del problema desde sus particularidades y vivencias, para luego visibilizar, cuestionar, reconstruir y validar distintas formas de masculinidad, femineidad y otras identidades de género. Los femicidios que con pesar contabilizamos cada año, no son más que el resultado de una acumulación histórica de pequeñas inequidades invisibilizadas. Por tanto, para frenar la violencia explícita, debemos -primera y fundamentalmente- identificar y anular cada acto de agresión simbólica que le antecede, actuar e influir desde la situación y experiencia de cada uno/a, sin importar importa cuál sea. Sólo es necesaria una pequeña implicancia para desencadenar el efecto mariposa.
[1]Cifras de Red Chilena Contra la violencia hacia las mujeres y Ministerio de la Mujer y la Equidad de Género.