Aun sin contar con una propuesta afinada de nueva Constitución, la ciudadanía se verá pronto confrontada a tomar partido a favor o en contra de ese texto. Como ya lo han dejado claro algunas reconocidas figuras públicas, habrá quienes adoptarán esa decisión sin dar siquiera lectura al borrador. Aunque dicha conducta está lejos de ser virtuosa, no es excepcional. A menudo tomamos posiciones sobre cuestiones públicas sin información adecuada. Además, leer el borrador no nos inmuniza de los sesgos de confirmación, es decir, de la tendencia que tenemos a concentrarnos en los datos o interpretaciones que corroboran nuestras miradas del mundo y a descartar todo aquello que las controvierte o desafía.
Si esto es así, ¿por qué intentar desmontar algunos mitos que han aflorado en la discusión constituyente? La respuesta es sencilla. La democracia es un ideal regulativo que descansa sobre utopías. Unas versan sobre el tipo de sociedad y gobierno que queremos vertebrar y otras sobre el tipo de ciudadano/a que interviene en esa construcción. Aunque ni la sociedad en que vivimos ni ninguno de nosotros seamos perfectos en nuestras prácticas deliberativas, nos hemos convocado a pensar de forma divergente (esa que tanto irrita a quienes se autoproclaman como “realistas”). Lo hemos hecho para construir esperanzas comunes desde nuestras desavenencias o, incluso, sobre nuestras heridas sociales aun no cicatrizadas. Para sanar esas heridas, evitar reproducirlas y recomponer las confianzas trizadas conviene, entonces, evitar ponerlas bajo la alfombra, negarlas o borronearlas.
Con ese espíritu, quiero defender dos grupos de cláusulas del borrador. Las primeras reconocen derechos colectivos a los pueblos indígenas o habilitan a la transferencia de competencias a las regiones. Ellas no buscan disolver una uniformidad cultural o territorial inexistente, tampoco alientan el secesionismo ni suponen un pluralismo jurídico caótico. Simplemente, redistribuyen poder político. Abandonan, así, una visión uniformadora -sostenida a fuerza de un pegamento institucional claramente desgastado- y asumen que el reconocimiento de la diversidad cultural y territorial puede llevarnos a formas prolíficas de entendimiento futuro.
Las segundas se refieren al robustecimiento y diversificación de los derechos sociales. En contra del mantra que sostiene que los derechos sociales son caros, es importante notar que no lo son más que otros derechos (¿acaso no cuesta mantener la seguridad en nuestras ciudades, o un sistema de justicia, o llevar a cabo elecciones?), y que las necesidades sociales se multiplican en un mundo que afronta crecientes desafíos. Por eso, la presencia de estos derechos en el nuevo texto constitucional no tiene nada de sorprendente. Para despejar toda suspicacia sobre su implementación legal o administrativa, está sujeta, además, a una doble garantía en su desarrollo: una regla de progresividad o implementación gradual y a otra de responsabilidad fiscal.
Dra. Yanira Zúñiga.
Profesora de Derechos Fundamentales de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales.
Columna de opinión publicada en el Diario La Tercera