Cuando Nietzsche desarrolla su visión crítica del progreso linear del tiempo y de la historia en el parágrafo 341 de la Gaya Ciencia, lo titula “El peso más pesado” señalando: “¿Cómo te sentirías si un día o una noche un demonio se deslizara furtivamente en la más solitaria de tus soledades y te dijera: ’Esta vida, tal como la estás viviendo ahora y tal como la has vivido (hasta este momento), deberás vivirla otra vez y aún innumerables veces. Y no habrá en ella nunca nada nuevo, sino que cada dolor y cada placer, cada pensamiento y cada suspiro y todo lo indeciblemente pequeño y grande de tu vida deberá volver a ti, y todo en el mismo orden y la misma secuencia –e incluso también esta araña y esta luz de la luna entre los árboles, e incluso también este instante y yo mismo. ¡El eterno reloj de arena de la existencia se invertirá siempre de nuevo y tú con él, pequeña partícula de polvo!”
El mito del eterno retorno de la historia, en su forma alegórica, me resulta particularmente ilustrativa de este “peso más pesado” de la historia de Chile: la violencia en nuestra relación con el pueblo mapuche, nuestro principal pueblo originario. Más allá de la complicidad de los gobiernos de turnos, la situación compromete históricamente al Estado de Chile y la incapacidad de los presupuestos teóricos de sus políticas publicas para reparar debidamente en las causas y proponer una solución pacífica a este conflicto. Ello se traduce en que la aproximación al conflicto vaya quedando reducida a una actividad puramente represiva, quedando así capturada en una dialéctica amigo/enemigo que supone el riesgo de reducir este movimiento social a una hipótesis puramente criminal, configurando un verdadero “Derecho penal del enemigo”. Todo indica, al revisar la historiografía, que el ejercicio del ius puniendi en contra del pueblo mapuche esconde una cierta insuficiencia que no permite superar la violencia.
En efecto, cualquier esfuerzo reflexivo debe hacerse cargo del status quo del casus belli: el pueblo mapuche es el grupo social más discriminado, pobre y marginalizado de acuerdo a la encuesta Casen (2015). Pero determinar dicha experiencia de exclusión, presupone necesariamente hacerse cargo de la génesis histórica del conflicto que surge con la ocupación de La Araucanía y continua con la política de colonización y reparto de tierras que se perpetúa en el siglo XX. Si bien al momento de la independencia la construcción del imaginario patriótico se alimenta del “mito valeroso de la sangre araucana” (Bengoa 2000, 28) que se debe emancipar de la tutela de la corona española, rápidamente se impone a la vez una política de asimilación. (Pinto 2000, 131). En efecto, ya antes de la ocupación militar de La Araucanía de 1860, el año 1852 se dicta la ley que crea la provincia de Arauco y que incluye los territorios mapuches, declarando el propósito de su “más pronta civilización” (artículo 3º). Por su parte a partir del año 1866 -con posterioridad a la invasión militar- se dicta la primera de las leyes de ocupación que contemplaron la radicación de los indígenas y la entrega de los títulos de merced, con lo cual se materializó un proceso de reducción y confiscación de tierras cuya área total fue equivalente a un 6,39% del área que ancestralmente ocupaban al sur de Bio-Bío (González 1986). Dicho proceso se vio agravado por la fijación de límites imprecisos de sus tierras, por la omisión de las tierras de difícil acceso como de las que se encontraban al sur de Valdivia y Osorno, por la usurpación de sus tierras a través de inscripciones fraudulentas y por la dictación de la Ley de Propiedad Austral que facilitó la desposesión de los indígenas en estas zonas donde se omitió la entrega de títulos de merced ya que se presentaban a los ocupantes indígenas tradicionales como inquilinos para acreditar la posesión y lograr la regularización (Comisión de Trabajo Autónomo Mapuche 2003).
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Profesor del Instituto de Derecho Público – UACh