Para comenzar, sopena de majaderías diacrónicas, quiero compartir algunas minucias del pasado local —porque si no es en Medio Rural, ¿dónde?― que, debido a su presencia eminentemente oral, requieren registrarse de algún modo. Seguidamente, conformado el contexto y algunos casos, quiero abordar ciertas derivas reflexivas sobre la edición «situada». Ahora bien, debo advertir de plano que no me formé, ni quise, ni estaba en mis mejores pesadillas oficiar de editor, aun a tiempo parcial. Me basta largamente con el enredo y la sospecha que suscita, mayormente en la academia, el embutido que arrastro desde cabro, que es la de escribir poemas y ganarme la vida como antropólogo. Digo, fui arrojado a la edición ―y a una bastante singular, la universitaria― debido a mi bibliofilia, pero, sobre todo, por la vergüenza. La vergüenza de estar en una universidad con más de sesenta años de historia, formadora intelectual de gran parte del sur austral de Chile y epicentro de movimientos culturales y literarios cardinales para la propia intelección territorial, huérfana de un sello editorial, desabrigada imperdonablemente de libros propios. Desde mi punto de vista, aquello era más que una omisión burocrática de cariz económico o un sesgo de la derecha antiintelectual o agropecuaria. No. Era tanto una traición a la idea de universidad humanista ―idea grabada a fuego por su rector fundador, un mestizo penquista, «federalista», discípulo de Alejandro Lipschutz y mirado en menos por la germanidad local, como lo fue Eduardo Morales Miranda― como también un desprecio por el objeto y por el soporte libro en todas sus poliédricas formas, y que, para más remate y como se sabe, ha sustentado históricamente a la universidad como institución desde el Medioevo (sin los editores venecianos no conoceríamos un ápice de lo que escribieron y tradujeron los sabiondos de la Universidad de Padua). En fin, una vulgaridad que por vergüenza me lanzó a batallar y a colaborar con las ganas de colegas, amigas y amigos para impulsar una editorial. Por muchos años la universidad mantuvo una imprenta (la «Central de Publicaciones»), donde se imprimieron informes, catálogos de carreras y discursos y donde, con el apoyo del rector Félix Martínez Bonati, brotó de sus prensas una de las más bellas revistas de arte y creación literaria de la década de los sesenta, Trilce, de la mano del grupo homónimo. Pero se trataba de una imprenta, no de una editorial. Es decir, prensas sin criba ni criterios de calidad científica o creativa de las obras a publicar y desligada de toda la jodida cadena eslabonada de la edición (evaluación, gestión de derechos, arte y diseño, distribución, promoción, etcétera).
En rigor, hasta bien entrada la década de los setenta la producción de libros literarios o de «literatura de imaginación» desde el aquí ―Valdivia y parte del sur de Chile― era escasa si descontamos esa prensa de tipos alzados y devenida en offset de la Universidad Austral de Chile. Al menos, ahí salieron algunos títulos autoeditados, como los del propio grupo Trilce. Después, el golpe de Estado no hizo más que convertirla en una prensa de informes, arqueos y boletines. Pero hacia fines de la década los setenta, se articula desde algunos colectivos de escritores y artistas plásticos (los grupos Matra e Índice fundamentalmente) una incipiente actividad de publicaciones. Una pequeña imprenta tarjetera sirvió como única infraestructura de Ediciones Siglo xv Artesanía Gráfica, animada por el narrador Pedro Guillermo Jara y el artista plástico Ricardo Mendoza. Su sello publicó algunos libros, como el poemario de Jorge Ojeda Águila Chatarra (1982), y diversas revistas culturales, como los primeros números de Oh Valdivia y Caballo de Proa. A poco andar, a comienzos de los ochenta, el mismo Ricardo Mendoza junto a otros artistas fundan en Valdivia Ediciones El Kultrún, de larga historia y calado, clave en el desafío de desconcentración cultural y literario del país.
A finales de los años ochenta y principios de los noventa se le sumarán las pequeñas editoriales literarias, como Paginadura, dirigida por los críticos y poetas Óscar Galindo y David Miralles, y Barba de Palo, comandada por el poeta Jorge Torres. A esas alturas temporales, estos sellos conviven con otros, como Alborada de Jorge Santamarina o Marisa Cuneo Ediciones, dedicadas a publicaciones de divulgación científica, y algunas imprentas que fungen a veces como editoras, como la del poeta Mario Contreras en Castro o la imprenta Cóndor en Ancud. A mediados de los noventa se suma otro sello prolífico que arriba a Valdivia, Editorial Fértil Provincia, liderado por Heddy Navarro y Bruno Serrano, y más allá surgirán otros sellos relevantes, como Polígono en la ciudad de Puerto Montt, entre otros. No obstante, creo que Ediciones El Kultrún se destacará por sostener una actividad editorial siste- mática y progresiva, apostando de manera deliberada por literaturas territorializadas o de producción situada, interpelando críticamente la subordinación político-escritural, inscribiendo gran parte de su esfuerzo en una fricción con las literaturas fijadas y sacramentadas por la recepción del mercado o el prestigio de la escucha académica santiaguina. No es casual que bajo su firma aparezca casi la totalidad de las obras de Maha Vial, Jorge Torres, Rosabetty Muñoz, Clemente Riedemann, Mario Contreras, entre otros autores fundamentales de la literatura reciente del sur de Chile. Como se sabe y salvo por su desdén por el comercio de libros, el funcionamiento de El Kultrún se emparenta con las primeras editoriales de Occidente. El criterio que la guía responde a las filias y fobias de su único responsable y editor, Ricardo Mendoza, que cual Aldo Manucio funge además de crítico y lector, de diseñador y conceptualizador visual de cada título, dotando de una fuerte presencia identitaria a sus libros. Así, por su pertinacia, continuidad y cualidad, Ediciones El Kultrún ha sido y es un excepcional hito geocultural, pues ha posibilitado contar fuera de la centrópolis con uno de los mejores editores del país, tanto por sus altos conocimientos en composición, prensa y gráfica, como textuales, estéticos y literarios. Por lo mismo, Mendoza aunó, en un tiempo de extrema precariedad formativa, a tres o cuatro sujetos en uno. Es cierto que parte del quehacer de todo sello lo dejó fuera casi desde sus inicios, como lo es una expedita distribución y comercialización de sus libros, pero como toda microeditorial atendida por su propio dueño, esas labores excedían las propias fuerzas o su interés. Al mismo tiempo, debido a los imperativos de sobrevivencia del sello, se autoimpuso la publicación de libros por encargo que, con todo, no opacaron su magisterio y curatoría en la edición de libros altamente relevantes para la literatura chilena reciente más allá de San Bernardo. Con todo y con casi trescientos títulos publicados, El Kultrún ha sido un ejemplo que ha fungido como un eslabón diacrónico con un nutrido, inédito y auspicioso campo editorial provincial, con sellos ya maduros o en proceso, como Arte Sonoro Austral, Komorebi, Libros Verde Vivo, Trafún Ediciones, Austrobórea Editores, Ediciones A89, entre otros, los cuales están articulándose en un colectivo de editoriales del sur austral de Chile. Un breve paréntesis: resulta muy importante desde el punto de vista del desarrollo, espesor y desconcentración editorial y literaria la experiencia de Ofqui de Temuco ―con un catálogo objetual muy cuidado y deliberadamente territorial―, Cartonera Helecho de Puerto Montt, Ñire Negro en Coyhaique y la refortalecida Editorial de la Universidad de Magallanes. Es notable en este sentido la presencia y constancia de Austrobórea Editores y Ediciones A89, ambos sellos situados en la comuna de Paillaco ―«provincia de provincia»― y notablemente activos.
Como se colegirá, son demasiadas décadas que la Universidad Austral de Chile, responsable no solo de diseminar o extender conocimiento, sino de provocarlo, suscitarlo, incorporarlo, soportarlo y hacerlo transitar, estaba ausente y muchos de sus miembros o autores publicaban en editoriales universitarias o comerciales de Santiago o el extranjero. En el intertanto, decenas de universidades en Chile ya contaban o comenzaban a contar con editoriales. Resultaba evidente que la fundación de editoriales en el seno de estas instituciones ―véase el caso de Eudeba en Argentina, ediciones de la unam en México, para no hablar de Oxford University Press― ha sido, históricamente, la verificación pública de su vocación pública y, en todos los casos, expresión de su consolidación, proyección y compromiso social.
Así, de manera tardía, la Universidad Austral publica finalmente su primer título bajo su propio sello editorial hacia 2014. Desde ese año, lo que vino fue menos la ansiedad por «ponerse al día» con todo lo que la universidad había dejado de publicar en sesenta años, que la urgente cavilación sobre el lugar, el estar allí de la edición. Cuestión que nos pareció crucial para no terminar en una desaliñada imprenta de actas de congresos, fardos de papers envueltos en tapas, o replicar acríticamente otros proyectos editoriales metropolitanos de boutique. Es decir, se trataba de resolver un cruce complejo que pasaba por la exigencia de ser un sello universitario, situado en un espacio periférico, con un presupuesto y capacidades limitadas y rodeado de una progresiva y activa producción editorial independiente y universitaria, pero emplazado en territorios con precarios circuitos de circulación, metabolización y absorción de lo producido.
«Dar la batalla como si sirviera» fue y es el lema de este trance, pues implicaba la obligación primera de una detención reflexiva: entender que no se puede competir con las transnacionales que saturan por volumen los escaparates de las cadenas de librerías (lo que genera, entre otros pesares, que cualquier libro se convierta en un yogurt: caduca rápido y velozmente es remplazado). Tampoco podemos competir con las editoriales universitarias metropolitanas con presupuesto holgadísimo, o con editoriales de la centrópolis con acceso histórico y privilegiado a la hoy esmirriada y desfalleciente prensa cultural, o con editoriales situadas en instituciones de investigación cuyos miembros escriben libros y se han sublevado sistemáticamente contra la tiranía del paper. Igualmente, se hacía necesario entender, bajo estas limitaciones, que el desarrollo de un catálogo no podía estar secuestrado por servirse a sí misma, publicando solo a sus docentes (problema grave en muchas editoriales universitarias). De la misma forma, entendimos que una editorial universitaria, de vocación pública y «situada», está mandatada a articularse al ecosistema del libro territorial, es decir, no replicar ―restando las escasas fuerzas― las colecciones y líneas de otras editoriales del acá (como la vital colección de poetas y narradores del sur de Ediciones El Kultrún), más bien lo opues- to: servir al resto de editoriales independientes o microeditoriales, libreras, libreros y mediadores, cuyas coordenadas, más allá de nuestros síes y noes estéticos y curatoriales, fortalezcan el espesor simbólico y lectoría de sus espacios como un modo abiertamente politizado de corregir las desigualdades culturales infranacionales, pero también infrarregionales. Finalmente, y aunque pa- rezca una paradoja, un sello ―universitario o no― no puede traducir la identidad geocultural donde opera en una jaula fetichista, monologante y chovinista, empecinada en satisfacer su propio ego y espejo territorial. Curiosamente, si queremos lograr el predicado político-territorial, creando, fortaleciendo y desconcentrando autorías y lectorías, el camino debe sostenerse no en un equilibrio ramplón entre lo propio y lo ajeno, sino en un énfasis extraordinariamente dinámico y dialógico, entre el aquí, el allá y el mucho más allá. Esto es lo que ha ido guiando nuestro catálogo y creo que es clave en la actual hora de la edición desde el aquí.
Ejemplos en esta frecuencia conocí en el mundo de la edición inglesa y catalana, pero muy distante de nuestras condiciones objetivas. Por lo mismo, déjenme acudir muy brevemente a un par de casos más cercanos para cualificar esta mirada. Quiero referirme al caso de la editorial Vox ―ahora llamada Vox-Lux―, dirigida por Gustavo López desde Bahía Blanca. Gustavo comenzó hacia el año 1993 a editar básicamente poesía, desde un espacio similar por lejanía y configuración socioespacial a algunas ciudades intermedias del sur de Chile. Todo indicaba que sería un intento, como otros, destinado a potenciar y repotenciar la producción poética local, levantando de algún modo las banderías a veces quejicas y ensimismadas ante el vór- tice porteño o rosarino que todo lo borra, lo abduce o sacraliza con su canon y sus mil editoriales de poesía. López y la patota lírica que lo apañaba hicieron una ruta peculiar para el momento: comenzó a publicar autogestionadamente lo más granado de la poesía joven latinoamericana y de Bahía Blanca, es decir, construyó un catálogo donde Marcelo Díaz, Lucía Bianco, Mario Ortiz, Sergio Raimondi, entre otros bahienses, convivían mano a mano y sin pasar por Buenos Aires, con lo más destacado de la poesía emergente continental. En poco tiempo estaba publicando una antología de poesía joven chilena, pero también belga, alemana, e hizo circular por varios países (Gustavo con gran esfuerzo intentaba viajar acompañando a sus autoras y autores) a los bahienses junto a los hoy reconocidos Arturo Carrera, Fabián Casas, Laura Wittner, Martín Gambarotta, Marina Mariasch, Daniel Samoilovich, Washington Cucurto, Alejandro Rubio, Luis Chávez, Homero Pumarol, entre muchos otros, y en cuidadas y primeras ediciones. De tal forma y por casi una década, si te querías enterar de la poesía argentina y buena parte de la poesía latinoamericana joven, debías pasar de largo, pararte en Bahía Blanca y descifrar el catálogo vivo que Vox estaba vertiginosamente construyendo y comunicando. Un solo movimiento político-curatorial y territorial ―no de musculatura económica ni institucional― desordenó y desconcentró el canon y, simultáneamente, lo más importante, reveló y relevó las enormes voces propias.
En nuestro caso, junto con abrir las obliga- das colecciones científicas y académicas, reservamos el estrecho margen presupuestario que quedaba para articular en libros algunos de estos puntos de vista que he compartido: abrimos colecciones ausentes en nuestro territorio y parte del país y que creí muy necesarias en tanto compromiso social de la universidad para la mediación y fomento lector, como los libros sobre libros, la lectura y la cultura escrita; otras que disputan en el ámbito del ensayo contingente los nudos críticos en la relación conocimiento especializado/ sociedad, y una de las últimas colecciones y con la cual queremos honrar estéticamente al objeto libro a través de su diseño y materia, la colección Caballo de Proa ―tributo a la desaparecida revista homónima y «más pequeña del mundo» que dirigía desde Valdivia el fallecido narrador Pedro Guillermo Jara― de traducciones de literaturas contemporáneas excepcionales, vertidas, algunas por primera vez, al español y preferentemente hechas por escritoras/escritores del sur de Chile, de tal modo de domiciliar esas voces y encomiar las autorías territoriales. Así, la editorial cubre espacios débiles en cuanto al conocimiento de literaturas relevantes, desconocidas o au- sentes en nuestra lengua y tradición; abre otras lecturas formativas ―la mayoría son antologías cuyo diseño se enfoca a lectores jóvenes― y las coloca a disposición de manera prioritaria en el territorio. Ahora bien, no somos ingenuas ni ingenuos: hay un «efecto colateral» muy interesante desde el punto político en el campo de fuerza socioliterario: si el poeta y ensayista Luis Felipe Fabre en el d. f. o el crítico argentino Edgardo Dobry en Barcelona quieren leer al maravilloso David Antin en castellano, sabrán que su ojo lector tendrá que viajar hasta el sur de Chile para capturar a Antin y de paso al poeta valdiviano y patiperro Andrés Anwandter, quien lo traduce. Lo propio ocurrirá con el excepcional poeta alemán Helmut Heißenbüttel, prácticamente inédito en nuestra lengua y traducido desde Valdivia por Breno Onetto. Claro, eso implica un largo trabajo curatorial que hemos ido haciendo con muchos amigos y cómplices que forman parte de nuestro comité de colaboradores de esta colección y de esta quimera, pero ese es el motor de la edición territorial: dar la batalla como si sirviera.
Finalmente, y a la luz de estas señales, vale la pena insistir en que este artilugio devenido códex o epub es, fundamentalmente, una máquina para pensar, aun mucho antes que se escriba e imprima. A pesar de todas las debilidades de la historia, de las «condiciones objetivas del aquí», editar libros desde el aquí supone deberes reflexivos que anteceden a la mera elección o criba e impresión: supone transformar el proceso en énfasis y los libros en un punto de vista, política y territorialmente interpelante.